Por Rosa Vanessa Otero

descalza y fantasmal –ya nadie cree en Caperucita excepto el lobo–
fija su mirada en las entrañas del teatro monstruo,
la farsante acomete, impenitente, su monólogo.)
Cuando quiero soy la poetriz,
la discursiva sombra agazapada
tras el rostro de Lucy Boscana,
–luna nunca menguante– lleno y fijo:
el espíritu tutelar de Gabriela Ausubo
anclándose columna de la patria.
O en escaladas de cristal roto
me dejo caer solemnemente agrietada
al sofá de lana terminal como al humus.
Soy, sin lujo de producción mexicana
la voz de Johanna Rosaly
sacrificándose a Cristina Bazán.
O soy algo menos visto y literal,
la discursiva sombra agazapada
tras el rostro que me cosieron
–luna en fases discutidas que perturban
el predecible reflujo de las mareas,
revulsivo e inconsecuente
desde el riñón a la médula–,
la máscara griega sin histrión
pugnada por las células fratricidas
adjudicando el parentesco
de los Otero y los Negrón.
Sí, adquiero poco a poco
la memoria de mi invento,
la génesis del gesto y la palabra
mientras desaprendo
el bloqueo escénico
que marca mi directora,
la iluminada, lunar poetriz
que me baila en el ático del pensamiento:
polilla demente que barrena y horada
la madera que sostiene el peso
de mi cuerpo sin rostro de palabras
sobre puntas de acordeón.
(Del natural el rostro pesa demasiado.
Borrar de luz mentón y pómulos,
suavizar las líneas, borrar ojeras.
Conservar los ojos,
la boca y el gesto felino casi zarpazo.
La piel es prescindible y delatora.)
Que mis abuelas no fueran
Graciela Alcántara y López de Montefrío
ni La China Hereje
no te da derecho, lectoraeditoraescritora inclemente
a negarme colmillos.
Una tiene de nacimiento lo suyo y de crianza lo ajeno.
Y lo mío, aunque no sé lo que es algo sí es en rumia que me devora.
Me pintaron las rayas en una tribu lejana
y todavía corro desnuda en sueños de cacería inglesa.
Tampoco como lagartijos, mucho menos escupo ni vomito
aunque las abuelas tuvieron, fácticamente, bautizo de mangle.
O sea, que si uno quiere redundar se inunda de semas
y turba con su mano el agua turbia que se tragó al infante Melodía,
signo y suma irremplazable del dolor definitivo.
CORO:
Aquí las mujeres no van y vienen
hablando de Miguel Ángel.
O dicho de otro modo,
no me acomodes el verbo
que no estoy para sintaxis,
ni me prestes micrófono
maxistor de lo chiquito.
(Y llegó la que faltaba. Cabecita platinada,
labios encarnados, lunar mosca pintada dice:
“Si voy a causar problemas, mejor me voy”.)
No juzguéis a la mosquita muerta, que os puede sorprender.
La brutez no se embotella Clairol 12 Silver Blonde
ni combinan las neuronas con el tono de la piel.
Que luce la princesa está triste, azul dariano la ojera, sea.
Que recuerda sus muñecas en la trastienda de sus cuarenta, es.
Que uñas y labios se mordía para evadir pelea, fue.
Cuentan…que en el castillo de su mente huéspedes y muebles intercambian habitación.
Que el carimbo, en su memoria, es un sello de lencería.
Espejito la guillotina, jardinera la cabeza.
Inicia la sesión de preguntas y llegó la mosquita muerta.
Sus pezones preñados de dudas acuchillan el brocado.
Su estro atosiga en las sillas que ocupa.
De la quinta a la cuarta, de la segunda a la primera fila. Trepa.
El conferenciante suda y titubea. A veces, susurra su leyenda…
destripa libros que no entiende pero atesora. No la juzguéis.
O diré: “vuestro cerebro es tan pequeño que no le cabe la menor duda”.
(Subraya la escritora, enfatice La Poetriz).
*Sobre los poemas de la autora:
Decía Lorca que el teatro que perdura lo escribieron los poetas. Con estos textos atizo una vieja riña al interior de mi escritura entre lo lírico y lo dramático, aunque me cueste un ojo. Con exclusividad para 80grados, publico entre marzo y junio algunos «actos» del libro en progreso, Loquios de la poetriz.